Hay días en los que siento el hervor de cada milímetro cúbico de sangre que recorre mi cuerpo abrasándolo todo a su paso, sumiéndome en un estado de espectral condescendencia.  Entonces floto vacuo, soporiento, enmohecido, inerte e inerme.  Días en los que me convierto un autómata con el mecanismo oxidado, aunque conserve cierta histriónica movilidad; o en los que me asemejo a uno de esos soldados de plomo a quién alguien hace enfrentar con los rayos de sol refractados por una lupa.

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