Para probarse a si mismo entró al laberinto, un hombre convencido de su propia cobardía, pero a la vez dotado con una fantástica y terrible obstinación que lo inclina hacia lo tétrico y lo trágico, se adentró en sus profundidades con temeridad, sin precauciones de ninguna clase. Transcurrieron los días y las noches, no pudo hallar la salida, terminó por convencerse de que no había una, terminó por preguntarse por donde miércoles pudo haber llegado a entrar a un lugar que no tiene puertas. Pronto tuvo la impresión de haber recorrido todas y cada una de las habitaciones existentes un incalculable número de veces, todas eran identicas, no había forma de saber cuántas había, diez, cien, mil, además de que él nunca confió del todo en su sentido de ubicuidad. Ahí se encontraba él, acabando de resignarse, el laberinto, las habitaciones, su propia tumba, el resto de vida que le quedaba por vivir. Por fin llegó a la conclusión de estaba en casa, todo esa madriguera de sinrazón y estupidez era lo único en toda su vida a lo que él podía llamar su hogar.

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