El mal improvisado y rústico dique que había construido fue arrasado otra vez por otro raudal de melancolía y rabia. Un apenas perceptible temblor me recorre, a veces lo llamo miedo, se siente como si fuera una descarga eléctrica de muy poco voltaje primero, pero que va aumentando lentamente. Ese molesto y humillante palpitar me previene de lo desaforadas que son mis pretensiones. Trémulo y empequeñecido me veo ante mi compañía habitual, ella, la soledad.

Como el Coronel soy «simplemente un hombre incapacitado para el amor» (y para la amistad, y hasta para la vida misma), yo podría pasar por ser uno de los personajes de los cien años de soledad.

Por otro lado, la gente en las calles sigue enloqueciendo, y uno termina por preguntarse si será uno mismo o ellos los que han de terminar arrancándose los cabellos y gritando salvajemente diatribas incongruentes.

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